viernes, 22 de mayo de 2009

La playa de cantos rodados (Cuento) (modificado)


“ No hay dos iguales, no señor, sin lugar a dudas tengo razón. Sin embargo, si coges una, la miras bien, palpas con las manos su forma, su textura, las grietas, el desgaste que tenga, tratas de absorber todo lo que es. Luego, con los ojos cerrados, la lanzas entre las demás, giras sobre ti, vuelves a tratar de encontrarla y no puedes”. Repetía, sentada frente a la playa de cantos rodados, aquella vieja con pocos dientes.
Alfonso, uno de los niños que vivía cerca, iba cada día a la costa, escuchaba la sentencia de la abuela y probaba. Testarudo y desconfiado habrá escogido mil piedras y mil veces no la encontró. Siempre se decía, “Esta es inconfundible”, pero la suerte no acompañaba, cada una que seleccionaba le parecía que no era la que había soltado segundos antes.
“Tiene que significar algo”. Pensaba, sintiéndose especial al filosofar sobre un acto tan aparentemente simple.
Después de un tiempo, él y su familia, se mudaron lejos de la playa y su acertijo.
Pasaron muchos años, siempre recordaba aquellas continuas búsquedas, al tiempo que las distintas situaciones que la vida le presentaba, dejaba marcas en su interior, análogas en cuanto a variedad, a las piedras de su infancia. Vivencias que no regresarán, personas que aunque no estando con él, permanecían en su memoria. Convirtiéndose, sin quererlo, en un depósito de sensaciones, como un gran saco que guarda cosas mezcladas, buenas y malas, todas unidas en un ser.
Anciano y solo, con la esperanza de saciar esa curiosa inquietud que nunca murió, volvió a esa costa habitada de cantos.
Con la patente dificultad de movimiento, que producen las desgastadas articulaciones, recogió una, después de observarla arropada en su mano unos minutos, la arrojó cerrando los ojos.
El ruido del agua desveló que la piedra se hundió en el mar.
De pie observaba el vaivén de las olas, poco a poco inició la marcha hacia el espumoso perfil salado.
Con el agua por las rodillas tanteaba el fondo, lleno de pulidos obstáculos, revolvía, sacaba un puñado y lo volvía a hundir. Obsesionado por reencontrar algo que por unos minutos le perteneció, pasó varias horas. El frió del agua le entumeció las piernas y las ideas.
No muy lejos, dos jóvenes, vieron avanzar al anciano con pasos indecisos, cada vez más adentro e incrédulos lo terminaron perdiendo de vista entre las aceradas olas.

2 comentarios:

El Ángel... dijo...

Obsesiones que nos cuestan la vida. Ganó mucho con la modificación, pero es otra historia.
Un abrazo

Lunática dijo...

Relato del que se podría sacar más. Creo que la idea es buena, pero desde mi punto de vista, le falta un final más contundente (la versión inicial no la leí). Un saludo.